Trilogía pascual

I

Domingo de Ramos

 

De las venas secas del cerro espectador

Río sanguíneo de creyentes hacen su andar

Al ombligo del pueblo salpicado por el polvo del ayer.

Es Berlín, Usulután.

Es un canto azul,

Adornado de rojas consignas como el maduro café,

Detalles de orquídeas,

Palabras enraizadas en las mejías de los niños;

Cansancios madrugadores,

Plegarias al alba,

Agitadas de ramos,

Cabellos vegetales que los discípulos llevan: ramos al viento,

nuestros volcanes transpiran este día,

Una infantil doxología.

El pie descalzo, ahumado por los años,

Petrificado por los alucinantes jornales de cansancio,

Son alabanza, canto agradecido y profecía.

No conocieron vereda segura,

Para llegar a las tierras prometidas

Avanzan sólo con sus ojos en el cercano horizonte.

Mutilados pies, llagas que caminan

Entre los minados surcos de la tierra.

Morena mano, verdes anillos de mango,

Jade natural, incrustado en dedos torturados por el frío desamor,

Hoy son la raíz de este florecido ramo de domingo.

Dedos de palmito, trenzados para hacer nudos y rosas

Que al levantarse,

La ruah las vuelve banderas en la patria de la pobreza.

Y las amordazadas gargantas,

Silenciadas por el ángel de la muerte,

Desnudadas por el pesimismo sin esperanza,

Disparan palabras de alegría, canto y poesía

A Dios, al Misterio invisible, Que se ha hecho nueva humanidad.

Y un nazareno, Carpintero y profeta,

Hoy, mesías de los pobres, Mañana, víctima masacrada.

Resucita y deja la tumba vacía.

¡Ese es nuestro Rey!  ¡Viva su gloria entre nuestras champas!

¡Viva su trono de carne nuestra! ¡Viva su linaje humano, como el nuestro!

¡Viva el Rey, su pesebre y su cruz!

¡Viva su poder y su silencio! ¡Viva su autoridad, libertad y ternura!

¡Viva este domingo!

¡Viva su entrada y su llegada entre nosotros!

 

II

Visita de Romero

 

Era un siete de diciembre de mil novecientos siempre.

Romerías y alegrías, convidados y banquetes.

Vísperas de la Concepción: Pólvora y danza.

Dos gradas solemnes,

Dos velas incansables,

Y una inolvidable homilía.

Entre nosotros, el pastor de un rebaño,

El de Santiago de María,

Era Monseñor Romero y nuestra fiesta patronal.

Nuestra ermita era bóveda sencilla,

Tan roja, como los poros de sus tejas,

De metálicas columnas pintadas,

Dedos gigantescos: deteniendo una luciérnaga en una esfera de cristal.

Santuario nuestro: de piedra, barro, bambú y de carrizo.

Dios puso su tienda y habitó entre nosotros.

Después de la fiesta,

El ángel de la muerte silenció nuestros cantos.

Y con palabras de plomo,

Destruyó nuestra edificada ternura.

Con sus cuernos de violencia,

Rasgó y mutiló la piel de nuestra iglesia,

Y a patadas explosivas,

Destruyó nuestro abdomen cristiano,

Donde se gestaban las palabras de evangelio.

Quemó nuestros rojos poros,

Y cegó nuestros ojos,

Al destruir nuestras artesanales ventanas.

Ceniza y tierra, Agua y sangre.

Quedaron los triturados huesos de la caoba y el cedro de  nuestras bancas.

Y creyendo que todo había pasado,

Cayó lluvia de fuego sobre nuestras casas, a plena luz del día.

Retumbos  en el aire y una  quemante sombra.

En la tierra: Tumba abierta, que al caer era cráter de muerte,

Despedazando a los vivos.

Y la guerra, con su terremoto, no dejó piedra sobre piedra.

Y corrimos sin sentido por tantos años,

Y al caminar de cuarenta años, recuperamos el sentido.

Ahora, en el presbiterio,

Un arbusto ha crecido,

Las oxidadas columnas se mantienen en pie,

No existen las antiguas ventanas,

Pero la luz del sol entra con más fuerza.

Nuestros niños han recogido nuestras mutiladas tejas,

Y su balbuceo cristiano, es el nuevo latido de nuestra iglesia.

Sin cedros, ni bancas, un palo de jocote, nos da su sombra y madera.

Entre las grietas del piso, nacen flores inmortales

Del fuego arrasador, sobrevivió nuestra húmeda pila bautismal.

Y a pesar de los años y de la ausencia,

Un eco recorre nuestro cantón: Todavía,

es la voz de nuestro mártir pastor.

Es la voz de aquel visitante en nuestra fiesta patronal.

 

III

Jueves santo

 

Sin agua y bajo la piel del sol,

la tierra suda polvo  que  es aire para respirar.

Neblina asfixiante que hace alucinar,

Deja en mi paladar,

Un sabor a raíz y tierra colosal.

En camino,

Detrás de cada paso,

Mi huella y su estela arenal,

Se lanzan en mi persecución.

Compañero de camino: don José.

Un justo Simeón,  esperando la promesa de Dios,

Anciano caminante que cargó en sus brazos a su hijo, que fue su salvación.

Un disparo fugaz, se lo hizo arrebatar.

Santa Cruz es nuestro Destino al andar.

Calzada de las ceibas es su final.

Después de la alfombra nácar de los cuerpos de las hojas,

una empedrada calle,

Cruce perfecto para los buscadores de agua y cruz.

Caminamos hacia la ermita,

Disfrazada de láminas de un hogar.

Celebramos nuestra cena pascual, aún en medio del hambre y del dolor.

Asamblea  y comunidad,  niños y su cantar.

Se leyó el evangelio de la minoridad:

La vocación de toda institución cristiana: a los pobres, solo servir.

Entre el  agua corriendo por los infantiles pies,

Descubrí el camino, el polvo, la edad

y mi desamor.

Dentro de aquel polvo,

había carne humana viva.

Recordamos a Jesús de Nazareth,

Por su acción sacerdotal:

Aquí en la tierra, mostrar el rostro de Dios.

Palabras  para discernir:

Aquel desnudo pie infantil,

Junto al rostro del hijo que me dibujó don José.

La palabra acogedora de la madre anfitriona,

Su risa pegajosa, que la mía hacia brotar,

La redondez del rostro de su hija,

Junto a sus manos y su bondad,

La buena memoria de una niña cuando

Repetía las letanías,

El cansancio rendidor de una jornada

Al hombre común.

Poca mesa,

Muchos taburetes,

Hambre de justicia, de techo y de luz,

Comimos el mismo pan de vida y esperanza,

Cena que fue entre  compañeros, amigos y hermanos.

A pesar de no conocernos nunca,

Nos sentamos a la mesa,

Fue el sello de la perenne comunión.

El sol ya se ocultaba.

Y con nuestras láminas,  cartones y  sueños

Improvisamos un altar.

Adoramos, al misterio que nos da alegría y sentido,

Contemplamos con el sudor de nuestros rosarios,

Ese misterio que no se esconde, sino se comparte.

Y alabamos,

Al poder que nos hace caminar,

Al poder que nos hace servir,

Al poder que nos hace amar,

Al poder que se deja silenciar.

Y Santa Cruz, fue un cruce en el camino,

una mesa compartida,

De aquella vida que me invita a entregar.

(Participación y premio en el II Concurso  Juan Fernando Cifuentes, URL 2012)
 

 

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