Los Tres compañeros (cuento)



Sediento de besos. Sentado a la orilla del barranco cotidiano. Entre la sombra y la luz.  Entre la canción y la nada, la arena del destino y la sal del ayer, está el poeta-caminante.  Las trituradas almendras y la disecada fruta confitada se abrazan en el trigo, haciendo que su hambre no le consuma la vida. Como buen poeta, burla el hambre con un par de versos. Está lejos de su hogar: es un exiliado en su propia tierra, al no tener cerca, aquellos latidos que le dan sentido. Besa las flores, el suelo, su silla, la mesa, la piedra que le hizo tropezar, esperando que todos ellos canten los nombres de sus  seres queridos, pero lo único que consigue es que  la flor le maldiga y que se deshidrate más rápido por falta de saliva. Usa un  paraguas añejo, de esos que cuando se abren, son como portales del tiempo  y agujeros de gusano para llegar a otra época, como la del centro histórico. Lo usa, pues cree que a donde vaya, una nubecita le siga y le inunde su cuarto.  El poeta, a veces se siente astrónomo. Más que un infinito de  estrellas,  o la derrota de la nada, el firmamento es un tapete oscuro con miles de escenas con personajes y mitos congelados. En sus soledades tempranas, y en compañía de los tres compañeros,  descubrió que la Osa menor dirigía siempre su cola, hacia la estrella que le robaba el sueño.  Aún de día, o en el sol de la playa, podría  distinguir y sabía donde  aparecería ella en la noche. El poeta-caminante, decía tener muchos amigos, aunque algunos no supieran que lo fueran, tenía  tres compañeros  que lo llevaron a re-enamorarse del mar. De ellos, conoció el mito del cangrejo, de la tortuga y sus huevos de parlama, y  el mito del juilín  entre otros. Aprendió que la espuma  salada del mar, no es más que un velo de bailarina, en una cintura oceánica perfecta.  Que la playa  es también un pizarrón natural para escribir los nombres de las lunas terrestres, que en la noche se le aparecían, no solo entre los sueños, sino sobre todo entre los dedos de sus letras. Los tres compañeros, le mostraron que la nostalgia y la soledad se pueden acorralar mejor, en una cajita curveada de madera, con un agujero en el medio, que a pesar que sus cabellos oscuros y blancos, se estiran de tal forma hasta que se convierten en una garganta que tiembla y suena un  acorde de guitarra.  Los tres compañeros le enseñaron que en tiempos de paz, su fusil debe ser su guitarra, que el camino de la felicidad es amar la  “Rebelde Primavera”.  Que donde quiera que fuera, debe besar el suelo,  pues es el relicario empapado con la sangre de tantos mártires anónimos; que siempre cantara “Yo soy de un pueblo pequeño”, aún con la mordaza en su boca. Los tres compañeros, donde quiera que fueran, siempre hacían altares y observatorios nocturnos, para empapar sus sueños con el rocío de la noche, para dejar que unas cuantas luciérnagas de fuego, ahumaran a  las estrellas. Así caminaban  y compartían cada uno de los tres compañeros sus alforjas llenas de vida. Uno de ellos era sobreviviente de un terremoto.  Cualquier sismo le recordaba aquel fatídico día que murió algo de él. Los escombros de aquella casa, cayeron como huesos rotos y fueron la tumba maternal.  El otro compañero, había crecido entre los suampos de Izabal.  Su vocación era la costa, el aire, el mar, el verso, el tabaco y el amor.  Si Dios creó el mundo  solo con su palabra,  este compañero creaba las cosas con su mano y con su machete.  Un día cargado de niebla, sus caminos se separaron. Sin saber ni cómo, ni cuándo, los escenarios de cada uno fueron distintos. A uno le tocó creer y apostar por el amor. Con su guitarra al hombro, sus versos  en sus manos, emprendió la aventura de no estar solo. Otro compañero  por hacer lo mismo, casi se quedo sin nada. La intemperie y el día a día fue su escuela. Las noches  fueron  terribles, pues la Osa menor se le ocultó. Mientras que el poeta caminante, siguió por su lado creyendo que a él si le iría bien. “Los dos han elegido mal”, pensó.  Y eligió, entonces, el poeta-caminante, no tener elección.  Seguir como estaba. Creyó que el camino estaba trazado, y que el destino estaba consumado. Elegir lo ya elegido, era voluntad divina. Se olvidó de sus compañeros y emprendió la batalla de la vida solo, a pesar que sus tres compañeros le enviaban cartas todos los años, contándole sus aventuras, él no contestó ninguna. El poeta-caminante siempre habló con la osa menor por la noche, y escribió muchos nombres en las arenas del mar.  Y aún en la soledad descubrió el beso de la vida de dos formas distintas.  Frente a las tumbas frescas, entre el olor de la flor y la pólvora, descubrió rostros nuevos, que le seguían como sombras. En un mes de febrero hizo velación frente a 50 osamentas humanas. Niños y hombres. Botas, morrales y juguetes. Candelas, lágrimas y su silencio. En un mes de marzo de otro año, descubrió la tumba de un pastor y mártir. “La voz de los sin voz”.  Y en ese mismo día descubrió que la vida da siempre segundas oportunidades, que los designios  y el destino se pueden romper. La historia  no es el resultado del azar, entre el bien  y el mal, sino algo que hay que construir.  Y eligió, ser elegido por el amor.  En sus sueños y entre los dedos de sus letras, habitó una flor  que le inundó y fertilizó su jardín.  No triunfó la soledad. Sin saberlo,  sin darse cuenta, hizo el mismo recorrido de sus tres compañeros distantes.  La osa menor hoy arrulla la vida entre los dos, y esta noche  los tres compañeros, esperan compartir el pan.
(Participación y Premio III Concurso Juan Fernando Cifuentes, URL 2012)

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