A esta tierra...

Con la silueta morena de sus tierras;
cálido sudor que evapora los sueños,
descubrí la alegría y su capital.
Sus palmeras me cobijan
y la ciudad “de paso”,
es ahora acrópolis de mis letras.
Frente al gigante dormido
de un solo ojo abierto y estornudo de fuego,
que rasga el cielo y ahuma la luna,
las tórridas parejas se besan;
el niño descubre el mundo con un libro,
y un enjambre de gotas preña la tierra.
Calendario de piedra,
sólidas, estáticas y ancestrales figuras mayas,
rigen el tiempo, incontenible, iracundo, inevitable.
Mueven la sanguínea, azarosa, campesina y citadina vida.
El cielo llora.
Sus gotas: besos de cristal,
esparcidos en mil chayes de agua,
tatuajes en la piel blanda de este humus cotidiano.
El jaguar juega con el niño,
el mar y el viento,
soplo, espíritu y niebla
que nutren mis ancestrales pulmones.
Es el nawal de esta tierra,
la natura en movimiento,
el corazón humano,
a pesar del colmillo del hambre,
del ojo del verdugo y sus cómplices –sus y mis hermanos-
lucha santamente por su vida.
Tierra que acoge el beso,
alimenta colibríes nómadas
y corteja celajes.
El tropel de sus corceles es aleteo de mariposa salvaje.
Tierra que embalsama cadáveres infantiles
gélidas lágrimas, sobre la mortecina carne,
todavía su estómago no ha comido,
solo saliva y sangre han alimentado su alma humana.
A veces,
la vida muere, va y viene.
Las deidades juegan, el universo roda.
Pasa por los codos, caderas y cabezas
de los titanes disfrazados de humanos.
Sudan obsidiana pura,
con un penacho de quetzal,
escriben en los códices de su memoria:
lo que viven, sangran, mueren y resucitan a diario.
Tierra pipil y sus tesoros: el Baúl, Bilbao y el Castillo.
Tatuaje de estuco, piedra caliza y sangre, en la piel humana universal.
Carnosidad verde, sabia de caña oscura y dulce,
el cacao le da su aroma, y el ser humano,
sus venas.
Y nació el azúcar.
Una caña con penacho blanco
lloró amargamente.
El verde horizonte:
pelos gigantes con sabor,
crecieron para morir.
Dos ángeles sicarios
custodian aún la entrada.
El azúcar creó el paraíso,
y amaneció y atardeció
el deforestado día.
La maleza dulce se hizo hoguera con la carne humana.
Costa algodonera,
cañaveral rojo:
campo de concentración en el siglo XXI.
Metálicas gargantas,
molares de acero,
estómagos de fuego,
cortan y trituran manos y dedos,
engullen musicalmente
la infantil risa.
Ojos parturientos,
pies sedientos de frío,
el paraíso se hizo ingenio.
Endulzó a Guatemala
con osamentas deshidratadas,
con glucosa y miel humana,
infinito de gotas cristalizadas,
eternas zafras y sus manos.
Sombras caminantes,
tiznadas por el fuego.
Ellos y ellas:
cadáveres dulces y sus esposas.
Cuando ellos mueren,
ellas aman lo que queda de ellos,
y con su lengua muerden
el salitre, el sudor, el hambre y la esperanza, que es su herencia.
Una dulzura extraña.
Al fin de la faena,
el amor sobrevive.
Curan sus blancas quemaduras
al contacto de su boca,
reviven el latido de sus sueños,
con los cristales,
del agua de su vientre.
Antes de que la zafra los mate,
ellos mueren para amar.
Atardeció y amaneció otro día de la creación.
Pero vendrá el Sexto día:
el ser humano: será guardián y heredero de esta tierra,
cuidará de su casa natural:
tierra de jaguares y comadrejas,
risas costeras y laberintos de azúcar,
zafra y vida,
lágrimas y sueños,
mosaicos de estrellas y flores,
de llantos y marimba.
Hoy, honor y respeto a Tí.
Tus hijos, agradecen tu parto,
que es el nuestro…

Comentarios

Entradas populares de este blog

Carta a una madre

LA MISMA CONSIGNA

Soneto a los mártires de la UCA