DUELO PATERNAL



Todavía escucho sus latidos. Son como una fila hormigueante de sonidos, que suben y se quedan dando vueltas en mi pecho. No puedo respirar. No oigo el eco del aire en los caracoles de los días, ni el ruido de su sombra de niño, tras las mías. Él ya no respira, y yo casi me ahogo en el intento. Ha cerrado sus ojos, y pareciera que la certera oscuridad, reina en sus sentidos. Todavía puedo ver esas dos luciérnagas que se prenden todas las noches, para guiar los surcos acuáticos de este viejo barco mío, con olor a sal, a nube, a muelle roto, y al óxido ferroso del tiempo. Su muerte, la muerte de mi hijo, ha taladrado lo deseos del abandono, la soledad, la ira y la asfixia. No puedo contenerme y como un desierto, mis lágrimas se evaporan al contacto con el aire. La muerte, ajena tal vez, es solo una vereda tenue que iluminada por una procesión de candelas y flores de colores. Pero la muerte de un hijo, es el absurdo río que corre al revés, el mudo trinar de un clarinero de todos los días, la confianza no en la inmortalidad del alma, sino en la supremacía de sus huellas en la piel de adentro. Pero al fin, duelo. La somnolienta, permanente y moribunda presencia de este vivo, que fue enterrado vivo junto a él. Es la humana tentación de vivir mejor un más allá, que el encuentro cotidiano y hasta sin sentido de un barroso día, donde los pies se vuelven tan pesados que se convierten en raíces de almendro, que no nos permiten regresar a casa, sino vivir siempre a la intemperie. Cobijado con las estrellas, viendo el espectáculo lunar, sí, pero al fin de cuentas, solo. No se necesita estar en la funeraria, conmigo, para comprender mi dolor. De hecho, no son los lugares más tristes del mundo. El que tiene hijos sabrá, que cuando la vida viene con todo su furor en el parto de ellos, cada pequeño detalle de su llegada se convierte después un sacramento misterioso de eso que llamamos vida. Y la ausencia de su respirar, es por eso un anti-sacramento. La tristeza y hasta el dolor, no solo se encuentran alrededor de los ataúdes, o amarrados entre las gardenias de los arreglos funerarios. Para mí están, al salir del trabajo y ver que ya no está, al escuchar una canción sin que nadie la siga, y hasta en el simple hecho de que durante un buen tiempo, nadie se atreva a poner en discusión y en contradicción lo que pienso. Mi duelo personal, me ha abierto los ojos para reconocer otros duelos que llevan más tiempo. Son de décadas, de siglos, no solo de uno, sino de dos, tres y muchas más personas. Salgo a caminar y veo en cada esquina, la cortina blanca que enluta las casas de todas las colonias, desde el Limón hasta el Naranjo. La blanquecina faz, oculta nuestra mortecina carne, entre podredumbre un aliento a cloaca y muerte se respira. No es el muerto, no. Somos todos que así olemos al darle la espalda al que sufre. Cuando el lujo, la comodidad, el bienestar, y el poder nos soborna, y nos pide que nos callemos cuando vemos dolor y el sufrimiento de los otros. Así, las páginas de la historia, no son más que paredes de nichos de papel, que guardan todavía los gritos vivos de los muertos que nunca mueren. ¿Realmente pasará algo al tercer día? No soy el único hombre testigo de la muerte. En la ausencia de mi hijo, descubro las muchas otras ausencias de hijos, hijas, padres y madres que no están. Mi llanto, es apenas un murmullo, el roce de dos alas de mariposa, en medio de un aguacero. El silbido del viento que se estrella entre los callos de los árboles, que mueven sus dedos y que agitan las raíces que tienen en dirección del cielo. Descubro: una lágrima mía, es la millonésima parte de aquella gota que alimenta un océano remoto; mi soledad no está sola, es compartida; los gritos de mi hijo son ráfagas de viento, en una noche de invierno; al igual que muchos otros gritos, se vuelven clamores que suben al cielo, esperando ser escuchados por Dios y por todos nosotros. La fosa de mi hijo quedó en dirección del Norte, donde nace el viento, donde surge la memoria de nuestros difuntos que se visten de blanco, porque el norte es de color blanco. Por eso soy un caminante que viene del norte, destinado a hacer surcos en esta tierra, que todavía ocultas fosas. Osamentas fundidas con el humus de la tierra, testimonios yacentes de la ignominia y el desprecio por la vida. Es un panal óseo que no produce miel, formas danzantes y orantes, reflejo de una salvaje tortura. Es mi hijo en cada rostro desfigurado. Es su abrazo congelado en el barro. Es todavía su cuna y su caja de madera, que era su carro imaginario. Es el eco de un tierno balbuceo, que rompe toda mi lógica y fría razón. Son sus zapatos, y traje blancos, recuerdos de la misa de su bautismo. Descoloridas, amarillentas y todavía con olor a leche. Es el columpio de madera y hierro que en el parque de la colonia se sigue moviendo para tocar el sol. Es el agujero, que nos sirvió para capturar el mar en la playa, y meterte a ti, hijo, para que años después soñaras Tú, con el regreso. En esas muertes “no mías”, algo de mi fallece. Algo de mí está enterrado, oculto, queriendo salir a la luz y a la verdad. ¿Cuántos duelos no han pasado y no me he dado cuenta? ¿Cuántos balbuceos y sueños no se han truncado en la vida, y yo no he dicho nada? El miedo nos paraliza, pero el amor nos rebela. Al principio era su féretro y yo. Él, su cadáver, mi dolor y mi miedo. Ahora descubro que hasta en la muerte, la familia humana es solidaria. Y como un Job moderno, maldije la vida, mi existencia, a un país que no la defiende, que le da la razón a los victimarios y no a las víctimas. Y por último, maldije a Dios y su aparente silencio. A su supuesto poder, amor y benevolencia. Pero también surgió dentro de mí: ¿Qué Puedo esperar? ¿Qué debo de hacer? ¿Volverá a caso a retroceder las implacables agujas del reloj? ¿Qué me pide Dios, ahora, vuelto del entierro de mi hijo? ¿Cuál será el sentido, el rumbo, el derrotero de mi vida después de este hecho? ¿Debo nacer de nuevo, a pesar de mis años, mis canas y décadas de vida? ¿Me pide Dios que me convierta? ¿No es la conversión entonces un requisito indispensable para la salvación y la redención de los asesinos de mi hijo? ¿No son ellos los únicos que deben hacerlo? Yo soy una veleta vieja, adornada con lágrimas oxidadas, puesto siempre en la misma dirección. No puedo moverme. No puedo hacerlo. ¿No es suficiente lo bueno que he sido hasta este momento? ¿No he cumplido ya mis responsabilidades de ser humano, esposo y padre, al pie de la letra, como se me ha indicado? ¿Podré pasar de ser una tierra con piedras y maleza a ser una tierra buena para la semilla de la vida? ¿Podrá la venganza, el ojo por ojo, sanarme esta herida? ¿Qué lo hará? Y la respuesta vino arriba, pero sobre todo, del silencio. No podía creerlo. Me sentí como frente a un río, y comencé a ver distintas y claras las cosas. Un arcoíris apareció sobre el dolor, el miedo y se fueron diluyendo en el cauce del Río Cardoner. Fui un preso político, sobreviviente de la tortura, que da su testimonio y se aferraba a la vida y la libertad. La respuesta no es la amnesia, ni el cambio de piel. Ni la culpa mal sana que me hace romper todos los espejos, y maldecir mi nombre y el instante en que surgió la vida. Me sentí un pecador perdonado, alguien que debe “cargar su camilla”, no olvidarla, pero sí caminar. Ser un peregrino en búsqueda de un sentido, de algo que sea más y mejor. Ser un micrófono de Dios, que armonice y amplifique su voz para los demás. Sentí como de la cruz sangrienta, Dios me bajaba y me pedía que bajara también a tantos crucificados en la historia. Me sentí invitado convertir la lápida de mi hijo y el evangelio, en las consigna de mi vida. A sentir y gustar, como Dios va sanando mis heridas, solo en la medida que obro con rectitud y practico la justicia. A concluir el duelo de mi hijo, y comprometerme con los otros duelos inconclusos de los demás. A ser esa voz, de los gemidos que no se pueden escuchar. A dejar que mi vida sea como un trapiche de Dios: quebrarse y compartirse para los demás. A luchar contra el sufrimiento, a ponerme debajo de la bandera del bien. A ser un trovador y poeta que ama y defiende la vida. A no solo ser metal que hace ruido, sino ser una marimba viviente, que con sus venas y teclas añejas, vibra con las mejores melodías y sones de esta vida que es una ceremonia. El silencio me trajo también un sueño: “Soñé que Dios me pedía que me acostara en la cuna de mi hijo, que estaba junto a su féretro. Pero no entendía que tenía que ver una cosa a la par de la otra. Aún no comprendiendo, me acosté en ella, y soñé que soñaba. Arrullando a mi hijo que se quedaba dormido, sentí como Dios me cargaba y arrullaba él. Descubrí que Dios me pedía que le dejara a él ser Dios, un Padre y una Madre”. Y luego me desperté. (Participación en el concurso Literario en la Semana Ignaciana 2012, categoría cuento)

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